jueves, 26 de febrero de 2009

La Estupidez según Fernando Sabater



ESTUPIDEZ

Fernando Savater, Diccionario Filosófico

Durante mucho tiempo he creído que la principal explicación de por qué la historia está tan llena de atrocidad y barbarie había que buscada en el aburrimiento. El aburrimiento es una de las exclusivas del animal humano, una intemperancia zoológica como la risa o la presciencia de la muerte (las tres juntas, pasadas por el lenguaje, son el origen de nuestra especialidad más famosa: el pensamiento). Cuando las cosas marchan discretamente bien, los humanos nos aburrimos: entonces empezamos a metemos con los vecinos, o a desear especias raras que sólo se dan en tierras lejanas y que necesitan para conseguirse afrontar mil penalidades, o nos inventamos amenazas sobrenaturales para asegurar las emociones que nos faltan. La gente que se queda en su casa entretenida en sus cosas rara vez hace daño a nadie: lo trágico de la vida es que en casa la mayoría de la gente se aburre. Y como se aburren, proclaman que quedarse tranquilamente en casa es cosa de cobardes, de egoístas y de malos patriotas. Hasta los poetas colaboran con este descrédito de quienes lo pasan bien sin meterse en líos: Homero asegura que hacen falta expediciones punitivas como la de T roya para que los bardos tengan algo que cantar y Tolstoi advierte al comienzo de Ana Karenina que «las familias felices no tienen historia».

La gran batalla de este mundo se da entre quienes disfrutan quedándose en casa y los que en casa se aburren, por lo que siempre están dispuestos a echarse a la calle. Rivarol señaló que en caso de jaleo (revoluciones, golpes de Estado, persecución de herejes y cosas así) siempre ganan los que salen a la calle y por eso todos los disturbios históricos suelen acabar mal: los sensatos que se quedan en casita a ver qué pasa pierden indefectiblemente, derrotados por los chalados, los zascandiles, los aprovechados, los sacamantecas, es decir, por los aburridos... Con razón comenta Nietzsche: «Más que ser felices, los humanos quieren estar ocupados. Todo el que les procura ocupación es, por tanto, un bienhechor. ¡La huida del aburrimiento! En Oriente la sabiduría se acomoda al aburrimiento, hazaña que a los europeos les resulta tan difícil que sospechan que la sabiduría es imposible.» No hace falta recordar que entre esos «bienhechores» que han aliviado el hastío de los pueblos se cuentan los más célebres carniceros de la humanidad, santos patronos por elevación de los modestos serial killers particulares en torno a cuyas escasas fechorías (rara vez llegan al medio centenar de víctimas, ni siquiera un regimiento) tanta alharaca sensacionalista suele organizarse.

Sigo pensando que el aburrimiento es ingrediente fundamental de las desventuras históricas, pero ahora le voy dando también cada vez más importancia a la estupidez. Debo esta nueva perspectiva a la lectura de un irónico historiador italiano, Carlo Cipolla, según la expone en su libro —recomendable con fervor— Allegro ma non troppo (la traducción castellana lleva el mismo título). Dice allí el profesor italiano que los evidentes y numerosos males que nos aquejan tienen por causa la actividad incesante del clan formado por los máximos conspiradores espontáneos contra la felicidad humana: a saber, los estúpidos. No hay que confundir a los estúpidos con los tontos, con las personas de pocas luces intelectuales: pueden también ser estúpidos, pero su escasa brillantez les quita la mayor parte del peligro. En cambio lo verdaderamente alarmante es que un premio Nobel o un destacado ingeniero pueden ser estúpidos hasta el tuétano a pesar de su competencia profesional. La estupidez es una categoría moral no una calificación intelectual: se refiere por tanto a las condiciones de la acción humana.

Partamos de la base de que toda acción humana tiene como objetivo conseguir algo ventajoso para el agente que la realiza. Según Cipolla, pueden establecerse cuatro ca-tegorías morales: primero están los buenos (o, si se prefiere, los sabios, los únicos que pueden aspirar a tan alta cualificación) cuyas acciones logran ventajas para sí mismos y también para los demás; después vienen los incautos, que pretenden obtener ventajas para sí mismos pero en realidad lo que hacen es proporcionárselas a los otros; más abajo quedan los malos, que obtienen beneficios a costa del daño de otros; y por último están los estúpidos que, pretendan ser: buenos o malos, lo único que consiguen a fin de cuentas es perjuicios tanto para ellos como para los demás. La opinión de Cipolla es que hay muchos más estúpidos que buenos, malos o incautos. Y que son encima más peligrosos: primero, porque no consiguen nada bueno ni siquiera para sí mismos y luego por aquello que dijo hace ya tanto el sutil Anatole France: el estúpido es peor que el malo, porque el malo descansa de vez en cuando pero el estúpido jamás. Aún peor, porque lo característico del estúpido es la pasión de intervenir, de reparar, de corregir, de ayudar a quien no pide ayuda, de curar a quien disfruta con lo que el estúpido considera «enfermedad», etc. Cuanto menos logra arreglar su vida, más empeño pone en enmendar la de los demás. Lenin dijo que el comunismo eran los soviets más la electricidad; aquí podríamos establecer que la estupidez es la condición de imbécil sumada a la pasión por la actividad.

En efecto, mirando alrededor no puede uno convencerse de que la abundancia de malos y de incautos baste para explicar la magnitud del tiberio en que estamos metidos. Somos cinco mil quinientos millones de seres humanos en el planeta y creemos poder vivir con las mismas pautas que bastaron para la mitad o para la cuarta parte. Cientos de millones de seres humanos se mueren de hambre y los recursos económicos se gastan en armamento o en mármol para decorar ministerios, mientras el Papa y otros santos varones recomiendan tener todos los hijos que se pueda, pues lo contrario es pecado. El ozono del firmamento, el agua de los mares y las selvas de la tierra son sacrificadas como si conociésemos el modo de reponer tan indispensables riquezas. En Europa, no sabe uno qué es peor: si los yugoslavos que se matan por la bazofia nacionalista o quienes, a pesar de lo que está pasando en Yugoslavia y otros lugares, siguen predicando en tierras aún pacíficas bazofia nacionalista; los que aspiran a la paz universal sin dejar por ello de vender armas a los contendientes o los pacifistas que, tal como están las cosas, pretenden a la vez que se proteja a los débiles y que se renuncie a toda violencia institucional; los vociferantes predicadores del odio racial o sus cómplices naturales, los conspicuos abogados de la diferencia irreductible y la superior dignidad de los grupos oprimidos... No, ciertamente hay que darle a la estupidez toda su enorme im-portancia: sin su colaboración entusiasta, la vida humana seria una aventura más o menos intensa, pero seguro que carecería de sus principales sobresaltos colectivos.

Si la estupidez es mala en todos los estamentos humanos, entre intelectuales alcanza una gravedad especial. Suponer que todos los «intelectuales» son básicamente «inteligentes» es un error muy generoso, fundado quizá en la homofonía de ambas palabras. Por el contrario, el terreno de debate intelectual atrae al estúpido con particular magnetismo, le estimula hasta el frenesí, le proporciona oportunidades especialmente brillantes de ser estentóreamente dañino. Lo más grave es que su imbecilidad habitual pierde el carácter benévolo aunque descarriado que posee por lo común la estupidez (que en el fondo es una perversión alimentada de buenas intenciones) y puede llegar a ser insólitamente malévola o cruel. Ya Voltaire, en su Diccionario filosófico, había señalado este peligro gremial: «La mayor desgracia del hombre de letras no es quizá ser objeto de la envidia de sus colegas, o víctima de los contubernios, o despreciado por los
poderosos de este mundo; lo peor es ser juzgado por tontos. Los tontos llegan a veces muy lejos, sobre todo cuando el fanatismo se une a la inepcia y la inepcia al espíritu de venganza.» El dictamen es importante porque proviene -del intelectual antiestúpido por excelencia, quizá el hombre de letras al que menos opiniones desastrosas pueden reprochársele, aquél en cuyo nombre o con la inspiración de cuyas doctrinas es más difícil cometer crímenes. Pero de la estupidez nadie está descartado: los intelectuales la llevamos dentro como una enfermedad profesional, es para nosotros como la silicosis para los mineros. Hay razones estructurales y dinámicas para contraer esta dolencia. A la pregunta «¿por qué los estúpidos se vuelven a menudo maliciosos?», responde así Nietzsche; uno de los grandes estudiosos del tema: «A las objeciones del adversario frente a las cuales se siente demasiado débil nuestra cabeza, responde nuestro corazón haciendo aparecer sospechosos los motivos de las objeciones.» Cuando falla nuestra argumentación o nuestra comprensión, recurrimos al proceso de intenciones y de ahí al proceso tout court si tenemos vara alta con los poderes gubernamentales. Por eso toda vigilancia es poca y cada cual debe hacerse chequeos periódicos a sí mismo para descubrir a tiempo la incubación de la estupidez. Los síntomas más frecuentes: espíritu de seriedad, sentirse poseído por una alta misión, miedo a los otros acompañado de loco afán de gustar a todos, impaciencia ante la realidad (cuyas deficiencias son vistas como ofensas personales o parte de una conspiración contra nosotros), mayor respeto a los títulos académicos que a la sensatez o fuerza racional de los argumentos expuestos, olvido de los límites (de la acción, de la razón, de la discusión) y tendencia al vértigo intoxicador, etcétera.

Un buen test para detectar los estragos en nosotros, intelectuales, de la estupidez es preguntamos sinceramente si aún podemos contestar a quien nos inquiera qué hemos hecho frente a los, terribles males del mundo con la cuerda modestia de Albert Camus: «Para empezar, no agravados» Si esto nos parece poco, mal síntoma...

Savater, Fernando (1996) Diccionario Filosófico, Ed. Planeta México.

1 comentario: